La plateada
melena, que hacía poco menos de un mes había sido de un color rosa chillante,
se movía ante él como guiándolo a través de la oscuridad del parque. El húmedo
viento otoñal revolvía todo amenazando a tormenta y el vestido azul de la chica
se fundía en un movimiento armónico con la noche y la helada brisa.
Por un brevísimo
instante, Fernando tuvo la certeza de que, cuando le llegara la hora de
palmarla, ella volvería para ser su famosa luz y arrastrarlo sin
contemplaciones a lo que fuera que hubiera al final del famoso túnel. Apenas
pensarlo, la idea se le antojó absurda, bochornosa y melodramática a partes
iguales: lo primero que había que objetar es que su relación había durado poco
menos que una feria de pueblo; lo segundo, es que a ambos les faltaba mucho
para palmarla de forma natural y, seguramente, cuando sus caminos se separaran
definitivamente le llevaría menos de un año convertirla en un recuerdo
embotellado.
Olvidaría su
nombre, su voz, el color cremoso de su piel y hasta su extraño y desastroso
corte de cabello. También olvidaría la forma en la que su cuerpo se había
acoplado torpemente al suyo propio, el sonido de sus suspiros ahogados contra
su cuello, sus pequeñas manos acariciando suavemente su rostro. Olvidaría
además su curiosa y antiestética nariz, sus expresivas cejas y sus ojos.
Sus ojos,
grandes y oscuros con una nota de sorpresa permanentemente refulgiendo en la
superficie y con los secretos del amor, la vida y la paz palpitando eternamente
en el fondo de sus pupilas. Sus ojos quietos y demandantes. Sus bonitos,
enormes y odiosos ojos que lo miraban en aquel preciso momento, dulces y
serenos.
Sí,
definitivamente también acabaría por olvidar sus ojos.
—…¿Lo harías?
La voz de la
muchacha le llegó como desde un lugar bastante lejano; sólo entonces fue que
Fernando se dio cuenta de que, al parecer, ella había hecho más de una pregunta
y que, en medio de sus absurdos, bochornosos y melodramáticos pensamientos
había estado ignorándola. Afortunadamente, la chica pareció obviar ese detalle
y siguió hablando antes de que él tuviera que abrir la boca para preguntarle a
qué diablos se refería.
—Ya sabes… hacer
alguna tontería, tomar alguna mala decisión sin pensártelo demasiado. Hacer algo
que se sienta estúpidamente bien sólo porque se siente estúpidamente bien. Creo
que deberías hacerlo.
Ella calló y Fernando
supo que su propio gesto se había torcido en una mueca acongojada cuando un velo
de duda y culpabilidad atravesó la limpia mirada de su compañera de estudios.
En menos de un parpadeo, ella tomó airé y comenzó a hablar.
-No quise decir…
bueno, yo…
El corazón de
Fernando se encogió con un inoportuno aguijonazo. Ella había empezado a
balbucear, ¡cómo odiaba verla balbucear! Una chica como ella no debería hacer esas cosas, no. Las chicas
como ella hacían poesía, cantaban en la regadera y arrastraban a sus amigos a
la pista de baile cuando había fiesta; las chicas como ella reían la mayor
parte del tiempo y expresaban sus opiniones como si fueran axiomas, leyes
universales u obviedades. No pensaban mucho, no sufrían mucho, no amaban mucho
ni con exclusividad. Definitivamente, las chicas como ella no balbuceaban ante
un hombre, menos ante uno como él.
Por eso odiaba
verla balbucear, odiaba verla dudar y odiaba verla llorar; porque en esos
momentos era cuando Fernando se sentía sobrecogido por la duda y se preguntaba,
muy a su pesar, si no habría sido muy cruel o muy cobarde al decidir, por su
cuenta, que ellos dos no podían (ni debían)
estar juntos.
—Está bien —dijo
finalmente, interrumpiendo aquel fastidioso acto de contrición—, no importa.
Y no importaba,
porque ella no había dicho nada muy malo, ¿o sí? No. Sólo le había sugerido salir de su zona segura. Sólo
una pregunta, una sugerencia y un absurdo amago de disculpa. Pero es que en
serio le jodía mucho ver, en el velo de sus ojos, en el traicionero brillo que
los quebraba, que a ella aún le importaba lo que él pudiera llegar a pensar. Le
jodía, porque a las chicas como ella no les importaba nada ni nadie y, si tenías
la mala suerte de caer en las redes de una, lo mejor que podías hacer para
salir vivo era poner una cara dura, mantener la cabeza fría y alejarte
prudentemente hasta que se olvidaran de ti.
El único
problema (y lo que más le jodía) eran sus ojos. Porque conocía de memoria esa
mirada que brillaba con luz propia, y la dilatación que se adivinaba en sus
pupilas parecía ajena a la fresca oscuridad que los envolvía. Por un momento
pensó en lo parecida que era a una gata observando seriamente a su prosa de
juguete, o a una niña pequeña exigiendo una explicación a una cuestión de gran
trascendencia. Siempre sus ojos.
Sus ojos
problemáticos, fijos en él sin darle tregua, atrapándolo de una forma extraña;
su mirada indómita gritándole un millón de palabras que él no alcanzaba a
entender, murmurando suavemente y claramente cuatro letras que a él le
producían ganas de llorar.
El mayor problema
era que no Fernando no era tan idiota como para olvidar, alguna vez, esos ojos.
Con cierta
resignación, le devolvió la mirada, temiendo que ella supiera lo mismo que él
se negaba a reconocer: que, aunque ella fuera clavadita a otras chicas, le
llevaría más de dos mil años encontrar a una persona que se le pareciera al
menos un poco.
Porque Fernando
sabía que cuando eres joven, frío y calculador, enamorarte de una llamarada es,
por sí mismo, una pésima decisión; pero eso de tocarla, abrazarla y esperar a
recibir su cálido beso sin quemarte… bueno, esa sí era una decisión estúpida.
Entonces,
después de un relámpago y un trueno que rompió, ensordecedor, el silencio, las
nubes se rindieron y dejaron caer sobre ellos una lluvia helada y tupida. Ella dio
un respingo y la magia del momento se rompió cuando, atolondradamente, sus
ojitos se movieron en la oscuridad para buscar un lugar dónde ponerse a
cubierto.
Sin mediar palabra,
lo cogió firmemente de la muñeca con sus pequeñas y congeladas manos y lo
arrastro tras de sí a medio trote. Entonces Fernando se dio cuenta de lo
completamente jodido que estaba desde que la conoció, pues ahí donde la fría
mano de su compañera lo tocaba comenzaba a nacer una emocionante calidez.
Llevaba meses
sin tocarlo con esa familiaridad, sin ningún atisbo de miedo.
Supo entonces lo
mucho que la extrañaba.
—Sí —dijo
entonces él, aunque le pareció que ya no venía a cuento—, sí lo haría.
“Otra vez”,
pensó para sí.
Ella se paró en
seco y se volvió hacia él, con la fría lluvia escurriendo por su rostro. Le
dedicó un gesto de analítico entendimiento y, tras dos segundos que se le
antojaron eternos, le regaló una de sus bonitas sonrisas y prosiguió su
carrera, sin soltarlo, bajo el cielo nocturno.
Y Fernando se dejó
hacer, se dejó guiar a través de la tormenta y se permitió acariciar, una noche
más, la dulzura y la paz que sólo su más impulsiva e idiota decisión era capaz
de obsequiarle.