jueves, 13 de septiembre de 2018

La felicidad la encuentras

Septiembre, 2018
Irapuato, Gto.


La felicidad la encuentras con alguien a quien conoces y que te conoce, que no tiene la necesidad de "enamorarte" a base de mentiras sutiles, omisiones intencionadas y químicas forzadas. La encuentras cuando no tienes heridas abiertas que te obligan a gritarle al mundo que "las has superado", cuando no tienes la necesidad de demostrar que te vas "tan bien" que ya has compartido sábanas.

La encuentras con alguien que tenga valores que tu valoras, con alguien que sepa lo que es la lealtad y que en su diario actuar y como una constante respecto al tiempo y que le trasciende, te haga pensar: "¡Carajo, qué suerte he tenido!". Con alguien con quien no sea necesario jugar a los trofeos, que no tenga  la burda necesidad de ocultarte su pasado o mostrarle al mundo que "le perteneces" para hacerte sentir valorada; con alguien que no te genere el enfermizo deseo de ignorar su pasado por miedo a que no puedas aceptarlo, por miedo a descubrir algo con lo que no quieras lidiar.

La encuentras haciendo lo que amas, amando y construyendo, la encuentras viviendo, en tu familia y en los amigos que realmente te aman. La encuentras en alguien que está para ti incondicionalmente, sin oportunismo ni quintas intenciones. La encuentras a tu ritmo, que no es retardado ni precoz, sino absolutamente perfecto. La encuentras en lo etéreo y en lo mundano, en los trozos imperfectos de tu corazón herido, en las lágrimas que van lavando tu alma y tus ojos y que te permiten levantarte más fuerte y para avanzar hacia el mañana, hacia un nuevo sueño.

La felicidad la encuentras sin buscarla desesperadamente, sin egos ni vanidades, sin pretensiones ni fotografías obligadas. La felicidad la encuentras en ti mismo, con alguien que te permita ser libre y que te ame tanto como tú eres capaz de amarte, con alguien que te dé la certeza de que estás justo donde quieres estar.

miércoles, 30 de agosto de 2017

Decisión

La plateada melena, que hacía poco menos de un mes había sido de un color rosa chillante, se movía ante él como guiándolo a través de la oscuridad del parque. El húmedo viento otoñal revolvía todo amenazando a tormenta y el vestido azul de la chica se fundía en un movimiento armónico con la noche y la helada brisa.

Por un brevísimo instante, Fernando tuvo la certeza de que, cuando le llegara la hora de palmarla, ella volvería para ser su famosa luz y arrastrarlo sin contemplaciones a lo que fuera que hubiera al final del famoso túnel. Apenas pensarlo, la idea se le antojó absurda, bochornosa y melodramática a partes iguales: lo primero que había que objetar es que su relación había durado poco menos que una feria de pueblo; lo segundo, es que a ambos les faltaba mucho para palmarla de forma natural y, seguramente, cuando sus caminos se separaran definitivamente le llevaría menos de un año convertirla en un recuerdo embotellado.

Olvidaría su nombre, su voz, el color cremoso de su piel y hasta su extraño y desastroso corte de cabello. También olvidaría la forma en la que su cuerpo se había acoplado torpemente al suyo propio, el sonido de sus suspiros ahogados contra su cuello, sus pequeñas manos acariciando suavemente su rostro. Olvidaría además su curiosa y antiestética nariz, sus expresivas cejas y sus ojos.
Sus ojos, grandes y oscuros con una nota de sorpresa permanentemente refulgiendo en la superficie y con los secretos del amor, la vida y la paz palpitando eternamente en el fondo de sus pupilas. Sus ojos quietos y demandantes. Sus bonitos, enormes y odiosos ojos que lo miraban en aquel preciso momento, dulces y serenos.

Sí, definitivamente también acabaría por olvidar sus ojos.

—…¿Lo harías?

La voz de la muchacha le llegó como desde un lugar bastante lejano; sólo entonces fue que Fernando se dio cuenta de que, al parecer, ella había hecho más de una pregunta y que, en medio de sus absurdos, bochornosos y melodramáticos pensamientos había estado ignorándola. Afortunadamente, la chica pareció obviar ese detalle y siguió hablando antes de que él tuviera que abrir la boca para preguntarle a qué diablos se refería.

—Ya sabes… hacer alguna tontería, tomar alguna mala decisión sin pensártelo demasiado. Hacer algo que se sienta estúpidamente bien sólo porque se siente estúpidamente bien. Creo que deberías hacerlo.

Ella calló y Fernando supo que su propio gesto se había torcido en una mueca acongojada cuando un velo de duda y culpabilidad atravesó la limpia mirada de su compañera de estudios. En menos de un parpadeo, ella tomó airé y comenzó a hablar.

-No quise decir… bueno, yo…

El corazón de Fernando se encogió con un inoportuno aguijonazo. Ella había empezado a balbucear, ¡cómo odiaba verla balbucear! Una chica como ella no debería hacer esas cosas, no. Las chicas como ella hacían poesía, cantaban en la regadera y arrastraban a sus amigos a la pista de baile cuando había fiesta; las chicas como ella reían la mayor parte del tiempo y expresaban sus opiniones como si fueran axiomas, leyes universales u obviedades. No pensaban mucho, no sufrían mucho, no amaban mucho ni con exclusividad. Definitivamente, las chicas como ella no balbuceaban ante un hombre, menos ante uno como él.

Por eso odiaba verla balbucear, odiaba verla dudar y odiaba verla llorar; porque en esos momentos era cuando Fernando se sentía sobrecogido por la duda y se preguntaba, muy a su pesar, si no habría sido muy cruel o muy cobarde al decidir, por su cuenta, que ellos dos no podían (ni debían) estar juntos.

—Está bien —dijo finalmente, interrumpiendo aquel fastidioso acto de contrición—, no importa.

Y no importaba, porque ella no había dicho nada muy malo, ¿o sí? No. Sólo le había sugerido salir de su zona segura. Sólo una pregunta, una sugerencia y un absurdo amago de disculpa. Pero es que en serio le jodía mucho ver, en el velo de sus ojos, en el traicionero brillo que los quebraba, que a ella aún le importaba lo que él pudiera llegar a pensar. Le jodía, porque a las chicas como ella no les importaba nada ni nadie y, si tenías la mala suerte de caer en las redes de una, lo mejor que podías hacer para salir vivo era poner una cara dura, mantener la cabeza fría y alejarte prudentemente hasta que se olvidaran de ti.

El único problema (y lo que más le jodía) eran sus ojos. Porque conocía de memoria esa mirada que brillaba con luz propia, y la dilatación que se adivinaba en sus pupilas parecía ajena a la fresca oscuridad que los envolvía. Por un momento pensó en lo parecida que era a una gata observando seriamente a su prosa de juguete, o a una niña pequeña exigiendo una explicación a una cuestión de gran trascendencia. Siempre sus ojos.

Sus ojos problemáticos, fijos en él sin darle tregua, atrapándolo de una forma extraña; su mirada indómita gritándole un millón de palabras que él no alcanzaba a entender, murmurando suavemente y claramente cuatro letras que a él le producían ganas de llorar.

El mayor problema era que no Fernando no era tan idiota como para olvidar, alguna vez, esos ojos.
Con cierta resignación, le devolvió la mirada, temiendo que ella supiera lo mismo que él se negaba a reconocer: que, aunque ella fuera clavadita a otras chicas, le llevaría más de dos mil años encontrar a una persona que se le pareciera al menos un poco.

Porque Fernando sabía que cuando eres joven, frío y calculador, enamorarte de una llamarada es, por sí mismo, una pésima decisión; pero eso de tocarla, abrazarla y esperar a recibir su cálido beso sin quemarte… bueno, esa sí era una decisión estúpida.

Entonces, después de un relámpago y un trueno que rompió, ensordecedor, el silencio, las nubes se rindieron y dejaron caer sobre ellos una lluvia helada y tupida. Ella dio un respingo y la magia del momento se rompió cuando, atolondradamente, sus ojitos se movieron en la oscuridad para buscar un lugar dónde ponerse a cubierto.

Sin mediar palabra, lo cogió firmemente de la muñeca con sus pequeñas y congeladas manos y lo arrastro tras de sí a medio trote. Entonces Fernando se dio cuenta de lo completamente jodido que estaba desde que la conoció, pues ahí donde la fría mano de su compañera lo tocaba comenzaba a nacer una emocionante calidez.

Llevaba meses sin tocarlo con esa familiaridad, sin ningún atisbo de miedo.
Supo entonces lo mucho que la extrañaba.

—Sí —dijo entonces él, aunque le pareció que ya no venía a cuento—, sí lo haría.

“Otra vez”, pensó para sí.

Ella se paró en seco y se volvió hacia él, con la fría lluvia escurriendo por su rostro. Le dedicó un gesto de analítico entendimiento y, tras dos segundos que se le antojaron eternos, le regaló una de sus bonitas sonrisas y prosiguió su carrera, sin soltarlo, bajo el cielo nocturno.


Y Fernando se dejó hacer, se dejó guiar a través de la tormenta y se permitió acariciar, una noche más, la dulzura y la paz que sólo su más impulsiva e idiota decisión era capaz de obsequiarle.

lunes, 31 de julio de 2017

Lo nuestro


—No puedo.

El tono de súplica, apenas disimulado en su voz, hizo que mi corazón me reclamara —genuinamente acongojado— que me detuviera en aquel instante, que parara aquella locura y que pusiera un ultimátum a mi ego. Sí, el volumen de su voz fue lo suficientemente bajo como para fingir no haberla escuchado, pero el sufrimiento escondido en cada sílaba era sonoro, claro e inconfundible.

Ella, que ante los ojos del mundo era poco menos que la más extraña de mis amigas, era la misma que, en las sombras, me había enseñado a jugar en aquel juego que nos hacía perder la cordura y pedir a gritos un poco más. Ella era la misma chica a la que yo le había dicho toscamente que “lo nuestro”, fuese lo que fuese, no era para siempre, y como ella no había nadie que me hubiera puesto los términos y condiciones de algún negocio de forma más explícita:

Haremos esto así: olvida todo lo que crees saber, mantén tus expectativas al mínimo y recuerda, esto no es como en las películas.”

Yo accedí, ella accedió y los dos acordamos callarnos la boca; así comenzó todo.

Siempre estuvo claro, siempre hubo franqueza y sencillez, como en todo lo que ella hacía: Sólo amigos; amigos con una linda relación y una dosis discreta de sexo seguro y ocasional que sería suspendida en cuanto alguno de los dos encontrara a alguien “en serio”.

Sin dramas, sin exclusividad.

Nada escandaloso, nada inmoral, nadie lastimado.

Recuerdo que varias veces llegué a pensar que aquello era, simplemente, el crimen perfecto.
Hasta que ella lo encontró.

Odié la forma en la que la noticia llegó hasta mí puerta; como una tarjeta de crédito sin solicitar o un comentario de la tía Lola sobre mi incipiente calva: innecesaria, patética, mundana y, absolutamente, de mal gusto.

“Estoy con alguien”

Eso fue lo que ella dijo, entre dientes, con un aire bastante aturdido y con los ojos centrándose en un punto sobre la nada.

¿Y yo?

Le resté tensión al asunto tan bien como pude, la felicité con fingida emoción y me prometí guardar silencio sobre lo nuestro, eso que (finalmente) nunca había sido en realidad, que nunca sería otra vez y que se sentía como una patada en las pelotas.

Creí que podría hacerlo, pero —aunque, definitivamente, no la quiero— no se me antojaba posible renunciar a ella, quien con sus curvas desairadas y sus distraídos desaires me había mostrado una realidad desconocida; quien, sin amarme nunca, me mostró lo que se siente perderse entre un océano de telas con la persona correcta.

Fue ella quien me mostró que, con un poco de trabajo, ninguna voluntad es de acero y que con los movimientos adecuados hasta el más fiel titubea. ¡Irónico! Que ella, quien me había enseñado a moverme de la forma correcta, estuviera ahora a mi merced; que ella, que antaño fuera cazadora, acabara de enredarse sin remedio entre las redes de un juego que hacía un par de semanas era enteramente suyo.

Ella dudaba, lo supe por el brillo en su mirada, por el nudo invisible que se adivinaba en su garganta y por el hecho de que había cerrado la puerta de su departamento ocultándonos del resto del mundo aun cuando, claramente, estaba segura de mis intenciones. Me extrañaba, lo deseaba tanto como yo y sólo era necesario que hiciera el primer movimiento para que se olvidara de él y sucumbiera, de nuevo, ante mi voluntad.

Ante lo nuestro.

Pero no podía…

Enterró su rostro en mi pecho con un quejido lastimero. Vi los ojos marrones, que tanto había visto brillar, ocultos tras el velo de la vacilación, del miedo. Fue entonces que supe con certeza que ella no lo amaba aún y que, si había un momento para aceptar que —aunque, definitivamente, no la quiero— la quería libre y la quería para mí, era ese.

Podría haberle hecho aquello a cualquier otra mujer en el mundo, no sería algo complicado, pero no a ella.

Nuestro tiempo había pasado de forma irremediable, como el último suspiro de un desahuciado o como el llanto incansable de un bebé. Se había terminado, y llegado a ese punto sólo quedaba una forma de hacer las cosas. Me dije que debía olvidar todo lo que creía saber y reducir al mínimo cualquier expectativa sobre nosotros y, con un nudo en la garganta y aquella diminuta mujer encerrada entre mis brazos, me recordé que lo nuestro nunca fue como en las películas.

Que lo nuestro, para ser más precisos, nunca había sido.


Entonces, por última vez, me fui.

lunes, 26 de junio de 2017

A 200 km/h en el carril equivocado


Busco sin descanso, con la mirada perdida escrutando el frío trozo de cristal, en el momento justo en el que los segundos se precipitan hacia su ineludible muerte en el intermedio.

Llegará. Pronto.

¿Qué es lo que estoy buscando? Una promesa, un sueño, una mentira o un secreto; quizá el pecado, quizá la penitencia. Suspiro, le vendo una ojeada indiscreta al pasado y me encuentro entonces con camisas blancas y pasillos cuadrados, con ideales obtusos y con virtudes sin alma: Veo con determinación las cuencas vacías de la comodidad, de la negligencia y la evasión.

No volveré jamás.

No, jamás admitiré en voz alta que tengo miedo, pero en el silencio me veo obligada a confesar que estoy aterrada. Un estremecimiento recorre toda mi columna vertebral ante la sola idea de volver a estrellarme contra la realidad porque, aun cuando no es la primera vez que hago esto, no me resulta ni un poco grata la perspectiva del choque, el preludio para desaparecer inevitablemente.

Pienso sin descanso, con el alma perdida revisando los fragmentos de un corazón helado, en el instante preciso en que tomo, sin aceptarlo, un voto inquebrantable.


Porque cuando un va a doscientos kilómetros por hora en un carril equivocado, las consecuencias sólo pueden ser concluyentes.

miércoles, 3 de mayo de 2017

El beso de Wendy

(Mayo, 2013)

—Está claro, en serio. Deberíamos olvidarlo todo, ¿comprendes?

Lo murmuró con su característico y chocante cinismo, con ese tono que evidenciaba lo iluminada que se sentía. Yo la miré con detenimiento, la sentí a través del vacío y comprendí que esta vez ella iba en serio con eso de “terminar”. Su cabello alborotado decoraba, como siempre, sus mejillas, enmarcándolas entre mechones azules y cobrizos; pero su rostro era más afilado que cuando la conocí; menos de niña, más de mujer.

Un estremecimiento me recorrió la columna vertebral al pensar que, ciertamente, ella era toda una mujer porque yo me había encargado de ello. Lo medité un segundo, me sentía… ¿orgulloso? Quizá.
Infravalorado, probablemente.

El hechizo de su voz se perdió cuando me encontré atrapado entre sus pupilas. Besarla, sí, eso era lo que quería; besarla y echarle en cara lo que ella ya bien sabía: que lo nuestro no podría terminar jamás, que mientras sus ojos oscuros vivieran en mi memoria yo sería suyo, incluso si me acostara con todas las mujeres de la tierra, que mientras yo fuera capaz de sentir, ella siempre me pertenecería enteramente a mí, que me pertenecería como no podría pertenecerle jamás a ningún otro hombre o mujer.

—Lo entiendo —confirmé, y sentí como el odio que sentía por ella comenzaba a crecer a pasos agigantados—, tienes razón; deberíamos olvidarlo todo. Esta vez trataremos un poco más en serio, ¿te parece, querida?

Esa fue mi sentencia, y sus ojos heridos y firmes como dos pozos de oscuridad se mantuvieron mirando los míos. Entonces dio una cabezada seca, hizo un ruido extraño con la garganta y haló de mi para darme el beso más gélido y lascivo que jamás recibí. Me besó con rencor, con rechazo y con reproche. Me besó posesivamente, como una gata protegiendo su propiedad. La besé con todo el odio que pude imprimir en mis labios, con nostalgia y con todo el amor que sentí en la vida; la besé como si fuera la primera vez y, asegurándome de que nuestro tácito arreglo de despedida había quedado perfectamente claro, me despedí de ella mucho antes de que saliera el sol, tomando mis cosas y escapándome, como tantas veces, por la puerta trasera.

Lo que ninguno de los dos sabía era que aquella sería la última de todas las veces y de todas las cosas…


sábado, 25 de marzo de 2017

Eran diametralmente opuestos

Mario era un hombre de estatura más bien baja y complexión quebradiza, tenía el cabello oscuro, las cejas pobladas y la nariz ligeramente ganchuda. Sobre esta última, se acomodaban las sencillas gafas de armazón negro que mantenían su mirada severa parcialmente oculta a los ojos de las personas poco observadoras. Mario mantenía siempre una expresión ceñuda y los pies tan sobre la tierra como sus particulares manías se lo permitían. No era especialmente devoto del sexo, no era especialmente cooperativo, no era especialmente seguro y no era especialmente simpático. A él le gustaba decir que era realista, Nadia pensaba más bien que era temeroso y, más importante aún, era radical.
Por eso se mostró sinceramente sorprendida al descubrir que detrás de ese envoltorio tan peculiar se encontraba un chico que podía llegar a ser lindo, atento, amable e incluso cariñoso. Mario era tan correcto que hacía que Nadia se sintiera un completo desastre, y tan sobrio y pesimista que conseguía que se viera a sí misma como un jodido carnaval.
Por otro lado, estaba Víctor.
Para empezar, Víctor era totalmente distinto a Mario.
Víctor era alto y de espalda ancha, llevaba el cabello claro largo y desordenado y entre sus ojos de color claro e hipnótico se encontraba una nariz perfectamente recta. No llevaba lentes, era poco probable que los necesitara alguna vez pues no leía ni un poco y su mayor fuente de estrés eran sus conquistas desatinadas y los reclamos de sus padres, instándole a hacer algo de su vida en lugar de seguir consumiendo indefinidamente sus recursos. Víctor solía estar siempre subido en una nube y su rostro se mostraba en una triste y perpetua sonrisa. Nadia debía aceptar que el sexo con Víctor era algo siempre fluido, pasional, romántico e incluso algo que se daba por inercia, Víctor nunca le habría dicho que no a algo que ella le pidiera y se encontraba bastante seguro de que Nadia le pertenecería siempre de una forma en que nadie más podría tenerla, además de que los dos tenían un humor que más bien rayaba la simpleza. Víctor pensaba que era un visionario y un bohemio encantador, Nadia sabía que era un niño perdido al que se le estaba acabando la suerte.
Nadia había adorado a Víctor cuando ambos eran un par de jóvenes estudiantes de preparatoria, le había entregado todo lo que podía ser entregado y a pesar de que las vivencias parecían indicar que ese amor había sido totalmente unilateral, ella solía pensar que, en realidad, en algún punto, habían sido amantes en el sentido más literal posible.
Pero Nadia había crecido y Víctor había sido incapaz de seguirle el paso. Al lado de Víctor, ella se sentía como una persona totalmente centrada, y es que él era tan ajeno a su realidad que ella se había hecho a la idea de llevar el rol de la aburrida aguafiestas.
Con ambos podía hablar, a ambos podía quererlos… pero habría sido una necedad el negar que ambos eran diametralmente opuestos. Y más allá de su aspecto físico, de su rol en la intimidad o de su forma de ver la vida, había una diferencia que resultaba determinante: Víctor estaba en el pasado, y ese era el único tiempo en que Nadia podía existir a su lado. Mario, con su muy particular encanto, era su presente.
Y Nadia tenía muy claro que no necesitaba a nadie más, siempre que pudiera encontrarse cerca del curioso corazón de su compañero de estudios.

Y definitivamente, eso estaba bien; incluso si todo pendía de un hilo y amenazaba con desmoronarse en cualquier momento, Nadia había aprendido que, en realidad, nada dura para siempre y que, así como Mario había aparecido justo cuando ella estaba lista para convertir a Víctor en un capítulo terminado, alguien más llegaría a su vida cuando estuviera lista para liberar a Mario de sus sentimientos, convirtiendo su historia en un inolvidable y polvoso recuerdo.

lunes, 2 de enero de 2017

Nadia...

Nadia era una chica ordinaria, al menos eso era lo que a ella le gustaba pensar. Tenía veintiún años y estaba estudiando una ingeniería en una universidad pública, pasaba la mayor parte del año viviendo en la capital junto a un amigo suyo y el resto del tiempo residía en su ciudad natal con su hermana y sus padres, una terapeuta y un contador. A Nadia le gustaba ver películas (en su mayoría, malas películas), a veces dibujaba y solía invertir la mayor parte de su tiempo en leer; ella juraba que su única pasión era convertirse en escritora, algún día, de alguna forma.

A lo mejor ese era el problema.

Nadia no quería ser ingeniera, Nadia no podía ser escritora: Nadia sólo existía, como una bolsa de basura flotando en el mar, como el recuerdo de un rumor que alguien hubiera escuchado alguna vez. Nadia respiraba, estudiaba, dormía, comía, reía y (sobre todo) lloraba.

La chica detestaba llorar, pero lo hacía con una frecuencia que le resultaba alarmante. A veces lloraba cuando abría los ojos por la madrugada y se quedaba mirando al techo preguntándose si todo tenía algún sentido, lloraba cuando algo no salía como esperaba, lloraba cuando se aferraba a su orgullo y evitaba pedirle un poco de atención al chico que le gustaba, lloraba también cuando se tragaba su orgullo y corría a refugiarse en sus brazos, lloraba cuando la dejaban plantada y lloraba también cuando regresaba de algún lugar al que había ido con ánimos de divertirse; lloraba con los créditos iniciales de las películas infantiles y lloraba con los créditos finales de las películas “para adultos”. De vez en cuando conseguía pasar una semana entera sin llorar, pero lo compensaba llorando con cada comida la semana siguiente.

“Voy a estar bien” Se repetía mentalmente, mientras intentaba recordar momentos en los que todo había estado peor. “Siempre estoy bien, ¿no? Nunca se me va de las manos, nunca he muerto y nunca he acabado en un hospital… Voy a estar bien.”

Pero, aunque casi nunca lo admitía literalmente en su pensamiento, era totalmente consciente de que las “situaciones” de los últimos meses comenzaban a escaparse totalmente de su control y que, si no había acabado en el consultorio de algún médico era solamente porque era lo suficientemente frívola como para no hacer cosas realmente peligrosas, que tuvieran consecuencias que ella tuviera que afrontar luego. Lo hacía así, porque sabía que entre más gente se metiera sería peor.

“Deja que los que te aman te apoyen”, le había dicho una mujer arruinada cuando ella tenía quince y decidió darle una oportunidad a la terapia; lo único que Nadia aprendió esa vez (además de que no era material “curable”) es que se sentía mucho peor ver como las personas a las que ella quería intentaban entender, dolía mucho más ver como perdían la paciencia y era horrible sentir a cada segundo la necesidad de gritarles que la dejaran sola, que no valía la pena. Dolía más ver como lentamente comenzaban a rendirse con ella, a cansarse de su histeria y a alejarse, porque no podían entenderlo, porque tal vez alguien más podría soportarla.

Por eso era mejor no dejar a nadie entrar, fingir que todo estaba bien. Bromear y reírse de cualquier estupidez. No expresar nunca opiniones demasiado contundentes y no esperar, bajo ningún concepto, que alguien realmente pudiera entenderla y ayudarla. Era su basura, sólo a ella le correspondía intentar deshacerse de ella.

Pero las cosas empeoraban lentamente. Las marcas de sus “ataques” comenzaban a notarse más que nunca y ella sabía que no podría mantener lejos a las personas que amaba, ni a los que la amaban. Iban a entrar, iban a ver la peor faceta de su personalidad y finalmente iban a soltarla, iban a dejarla sola, sintiéndose impotentes y cansados… decepcionados.

Nadia no quería eso, Nadia estaba casi segura de que no podría con eso.

—Lo siento —le había dicho a una de sus mejores amigas, después de confesarle que no todo iba bien—, me gustaría ser un poco menos… histérica.

Su amiga había reído. “No eres histérica”, le había dicho.

Pero Nadia no estaba bromeando, Nadia hacía lo único que le salía bien en los últimos meses: lloraba.